

«En este rincón literario cada mes voy a compartir palabras que espero te inspiren, reflexiones para invitarte a mirar más allá y relatos que nos recuerdan la belleza de lo simple».
Este blog es un espacio vivo donde las historias dialogan con la vida, donde cada texto es una puerta abierta a la emoción y a la imaginación. Aquí encontrarás huellas de mis libros, algunos de mis pensamientos y pequeños destellos literarios para acompañar tu propio camino lector. Espero te gusten y te inspiren.

(ves bajando para localizarlo en cada idioma) Y si quieres déjanos algún comentario al final de la página.
EN EL LADO CORRECTO DE LA HISTORIA
He estado pensando en qué escribir durante semanas.
Sé que tengo que escribir algo.
Sé que tengo que hacer algo. Me siento impotente, no puedo quedarme quieta, seguir viviendo mi vida cómodamente como si nada estuviera pasando, mientras afuera, en el mundo, se escribe la Historia.
Y desafortunadamente no es un buen capítulo.
No creo que pueda hacer nada concreto para cambiar ni siquiera una coma de este feo capítulo, pero al menos quiero escribir a pie de página de qué lado estoy.
Esto quizás pueda sensibilizar a alguien. Algunos escépticos o indecisos, otros temerosos o alguien que simplemente no sabe. Alguien demasiado absorto en su propia vida (ya sea cómoda, agotadora o problemática) para lidiar con lo que sucede más allá del Mediterráneo.
Pero no tengo el privilegio de una gran audiencia, así que no pretendo poder mover conciencias. Pienso en la mía, en mi conciencia, y la escucho.
Ella me está diciendo que haga algo, una pequeña cosa: testificar de qué lado estoy.
Al menos la posteridad sabrá de qué lado estaba, cuando mire hacia atrás y pregunten crítica: «Pero usted, ustedes, toda la sociedad civil: ¿de qué lado estaban cuando todo eso sucedió?»
No soy muy original, lo sé.
Hoy en día todo el mundo habla de Palestina, del genocidio, del estado criminal de Israel.
Pero en realidad estaba hablando de esto y estaba en el lado correcto incluso hace muchos años, cuando las protestas juveniles y mucho entusiasmo me llevaban a las calles, o en mis escritos anteriores, incluidas mis novelas.
Aquellos que me leen saben exactamente de qué lado estoy.
No soy la persona más competente para hablar de las razones históricas del conflicto, las causas subyacentes de los ataques, el sionismo o el terrorismo. Me informo, pero no me elevo a experta. Hay personas que están mucho mejor calificadas que yo para enseñar geopolítica o crítica histórica.
Pero tengo otras calificaciones, bastante importantes y compartidas.
Mi primera calificación es que soy un ser humano. Parece trivial, pero en cambio es algo verdaderamente revolucionario hoy en día. Es revolucionario serlo, afirmarlo y ponerlo en práctica.
Mi segunda calificación es que soy mujer. Y aquí tengo que citar una frase de mi madre para darle sentido a esta afirmación. Hace muchos años, debía ser una niña, tal vez una adolescente: ante el enésimo conflicto del que se informaba en las noticias, mi madre, observando los feos rostros de los diversos hombres de poder que estaban aguas arriba del conflicto mismo, exclamó: «Solo los hombres pueden hacer guerras: porque no saben lo doloroso y agotador que es generar la vida y cuidarla».
Quizás estas no fueron las palabras exactas. Y sé que la frase puede sonar «demasiado» feminista para algunos, o no muy apropiada, hoy en día, cuando las mujeres también están en la cima del poder o entre las filas de los soldados (aunque, quiero enfatizar, siempre en minoría).
Pero en ese momento, se me abrió una clave de interpretación y capté el significado profundo de lo que decía mi madre. Por supuesto, hay millones de hombres pacifistas en el mundo y millones (quizás) de mujeres belicistas. Pero el significado de lo que dijo mi madre, en un impulso de indignación instintiva y desaliento, sigue siendo para mí un lema de gran sabiduría: solo aquellos que ignoran la sacralidad de la vida pueden querer tal destrucción.
Mi tercera cualificación es la de anestesióloga, soy alguien que, durante sus horas de trabajo, ayuda a las personas a sanar y de vez en cuando salvo la vida de alguien. Me pagan por hacer esto.
Mi cuarta cualidad es la de madre. De cuatro hermosas mujercitas que tienen en sus colores los tonos del chocolate, de la miel y de los campos de trigo maduro, con su propio encanto de medio-oriental.
Mi quinta cualificación es la de escritora. Como intelectual o artista que me considero, con humildad y con todas mis limitaciones, me siento investida con el deber moral de hacer oír mi voz y decir la verdad. Apoyo a Francesca Albanese y a todas aquellas personas que se arriesgan, ante costes muy altos, en nombre de la Verdad.
Mi padre era periodista, me enseñó a decir siempre la verdad. Me enseñó que la Verdad es necesaria, sagrada y debe ser defendida con uñas y dientes, siempre y en cualquier caso. La Verdad y la Justicia caminan de la mano. Así como la Mentira camina de la mano con la Injusticia.
Por lo tanto, creo que tengo suficientes calificaciones para expresar mi opinión sobre el capítulo de la historia que estamos viviendo.
Nací a principios de los ‘80, en una familia que a su manera había hecho del ‘68; crecí en un clima de tolerancia internacional y apertura de horizontes que no todos mis compañeros tuvieron la suerte de experimentar.
Mi padre nació después de la Guerra Civil en España en una región profunda del interior catalán, y había vivido los primeros treinta años de su vida bajo la dictadura fascista de Francisco Franco.
Mi madre, por otro lado, nació en el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, en una Roma que acababa de ser limpiada del fascismo de Mussolini, los escombros, los cadáveres, el mercado negro y los Aliados.
Espontáneamente me enseñaron cuál era el lado correcto de la Historia. Sin decirlo. Como esos hábitos naturales que crecen como hongos en las familias, por la noche, mientras no te das cuenta.
Hay más: supe, desde que era una niña, que estaba viva probablemente por dos casualidades, gracias a una micobacteria y una bala que salió mal. Porque mi abuelo materno, nacido en el ‘900, fue exento cuando tenía solo dieciocho años durante la Primera Guerra Mundial precisamente porque había contraído tuberculosis. Y por la misma razón fue exento durante la Segunda Guerra Mundial. Así que tuvo nueve hijos, de los cuales mi madre fue la última, y yo fui la última de los dos hijos de mi madre.
Una casualidad.
Mi padre también estuvo en peligro de no nacer, porque mi abuelo paterno fue fusilado en la línea del Ebro, durante la Guerra Civil Española, y casi deja allí la piel. Historia de orwelliana memoria. No fue golpeado en el cuello como el gran escritor, pero, como él, se salvó por poco. De la septicemia, considerando las condiciones higiénicas de la época y la contingencia, de la lesión y del sangrado. Mi abuelo se salvó por casualidad.
Mi padre pudo nacer siete años después solo porque mi abuelo todavía estaba vivo.
Una casualidad.
Por lo tanto, también es un caso extraordinario para mí estar aquí escribiendo este boletín, hoy, un día a fines de septiembre, casi dos años después del terrible ataque de los terroristas de Hamas contra el pueblo civil israelí. Y casi dos años y un día desde el horror indescriptible promulgado en represalia por el estado criminal de Israel.
No tengo miedo de decirlo.
Israel es un estado terrorista.
Avalado por potencias mundiales. Legalizado.
¿Qué es peor?
Un terrorista es un terrorista, ya se espera que sea un terrorista. Como un ladrón, un asesino. Son personas que viven fuera de las reglas de la sociedad civil, que no comparten los valores de convivencia, respeto, tolerancia, legalidad, etc. Ya se sabe que «se portarán mal». Y por esto deben ser perseguidos, arrestados, juzgados y castigados.
Pero en cambio, se espera que un estado haga el estado. El gobierno de un país sirve para gobernar, para respetar las instituciones, para nutrirlas, para fomentar la convivencia entre los ciudadanos, para preservar su seguridad, el bienestar, para promover su desarrollo.
Un estado que mata representa una traición. Es como una madre que mata a un hijo, algo que no esperas, antinatural. Inhumano.
¿Qué sucede cuando un estado comienza a ser terrorista?
Además, ¿explotando sus propias invencibles inteligencia y estructuras armamentísticas?
¿Qué sucede si uno de los ejércitos más fuertes y despiadados del mundo comienza a actuar como terrorista?
¿Y pone en marcha una máquina imparable de destrucción masiva?
¿Pisotea derechos, valores, leyes, la vida misma?
(¿Resuenan mis palabras en vuestra Memoria, la histórica?)
¿Qué sucede, entonces?
El infierno ocurre en la tierra.
El Holocausto, los pogromos, las Fosas Ardeatinas y Marzabotto suceden; ejecuciones sumarias, campos de concentración, el Terror Blanco, la Nakba, las Foibas; limpieza étnica, violación grupal como arma de guerra, genocidios, masacres; Hiroshima y Nagasaki, Vietnam y Camboya.
Atrocidades.
No he conocido personalmente ninguno de estos infiernos, ni las dictaduras de mis países de origen, pero fui testigo de niña y adolescente, como mis contemporáneos, del fin de la Guerra Fría y de la caída del Muro de Berlín. Luego de la Guerra del Golfo, el genocidio de Ruanda, la caída de Enver Hoxha en Albania, la de Ceausescu en Rumania, la Guerra Yugoslava y un sinnúmero de otras guerras en todo el mundo en esos años, hasta el fatídico colapso de las Torres Gemelas, en el que parecía que el mundo se acabaría.
En este contexto, crecí como una pacifista convencida en un mundo democrático y pacífico, mi mundo europeo, amortiguado y acogedor. Miraba los conflictos fuera de mis fronteras como algo inaudito, impensable, a años luz de mí, por muy cerca que estuvieran geográficamente.
Estudié historia, como mis compañeros, leí a Primo Levi, Ana Frank, John Boyne; vi películas que todos ustedes han visto: La lista de Schindler, El violinista de Auschwitz, La joven de la perla, El pianista, La vida es bella.
Lloré, sufrí.
Busqué los porqués: no se encontraban por ningún lado.
También leí un libro de mi padre: Mengele: el médico de Auschwitz. Fue horror, para mí.
Aprendí a decir: NUNCA MÁS.
Alto y claro. Estudié la Carta de los Derechos Humanos y creí que esos eran los cimientos de un mundo justo y pacífico, que construiríamos gradualmente todos juntos, con la conciencia de aquellos que dicen: «¡Nunca más!»
Y estaba convencida, como todos los nacidos en Occidente después de la Segunda Guerra Mundial, de que realmente nunca volvería a suceder. Por eso muchos hoy, como yo, permanecen asombrados e incrédulos, horrorizados, asombrados ante el horror que se repite.
Entonces me pregunté —y todavía me lo pregunto— después de haber cuestionado (sin recibir respuestas satisfactorias) a mis padres y a mis tíos: pero ¿cómo podía el mundo no ver, no saber, no hacer? ¿Cómo pudo suceder esto? ¿Por qué solo unos pocos estaban del lado correcto?
Bueno, yo sabía de qué lado estaba.
Siempre lo he sabido, sin dudarlo nunca. Siempre he sabido que independientemente de las ideas, la religión, el color de la piel, la etnia, el género, la orientación sexual, la nacionalidad, la profesión o cualquier otra característica personal, siempre estuve del lado de las víctimas. Mi humanidad.
Luego, la medicina me enseñó a cuidar a cualquiera. Ayudar siempre a los necesitados, a los más débiles, indefensos o que no pueden valerse por sí mismos.
Del lado de las víctimas.
Nunca del lado de los torturadores. NUNCA.
No es humano convertirse en torturadores, no es natural.
Y ningún ser humano, dotado de su propia característica de ser humano, puede apoyar a los torturadores.
Todos somos parte del mismo universo, que nos sostiene, nos nutre, nos da vida.
Todos somos iguales bajo este cielo.
Nadie nace con más derechos o más valor.
Marcello Malpighi, fundador de la anatomía microscópica y de la histología, dijo que la humanidad comenzó con el primer fémur inmovilizado: la humanidad no depende solo de la evolución biológica, sino que también y sobre todo está hecha de cuidado y empatía, inclusión y hermandad, benevolencia y aceptación.
Elijo seguir siendo humana. Siempre y en cualquier caso. Porque todos los fémures deben ser inmovilizados y cuidados. TODOS, desde el primero hasta el último.
Cada vida importa (Every Life Matters), todos contamos por igual.
Todo el mundo tiene derecho a vivir.
Es una coincidencia que una persona como yo, o alguien como Einstein, por ejemplo, alguien con mucha mayor influencia en el mundo y en la historia, sobreviva a la vida misma: a sus semejantes, los llamados seres humanos, a las adversidades del mundo.
No tenemos méritos de nacimiento. Nadie.
Somos el resultado de la reproducción biológica y no elegimos de quién, ni en qué lugar ni en qué momento, nacer.
Todos los niños tienen derecho a nacer, antes de que sus futuros abuelos o padres sean exterminados por la locura humana. Nadie debería nacer por casualidad, debido a un pulmón enfermo o una trayectoria de bala que no es del todo precisa. La supervivencia de nuestra especie depende de ello (aunque a menudo dudo que esta sea realmente deseable…).
La vida es sagrada (en un sentido espiritual, no religioso) y debe ser respetada siempre y en cualquier caso.
Los niños deben ser respetados, protegidos, cuidados, alimentados, educados, criados en el amor y el respeto, la paz y la generosidad, la cooperación y la convivencia.
Todas las personas, con sus oficios pacíficos o en el desempeño de sus actividades cotidianas pacíficas: todas las personas deben ser protegidas, salvaguardadas, ayudadas, cuidadas.
Todas las guerras son injustas, incorrectas, malas. Hoy en día hay más de 50 conflictos armados en el mundo, incluido el de Rusia y Ucrania.
La guerra apesta, no debería existir, y cito a mi amado Gino Strada, paz a su alma. Pero las guerras también tienen reglas.Hay que proteger a la población civil.
Hay que proteger a los periodistas.
Hay que proteger a los sanitarios.
Los ataques contra los trabajadores de la salud son inaceptables, en Palestina, en Afganistán, en Siria, en Yemen, en cualquier parte del planeta: son indignantes, inaceptables, de ninguna manera compartibles.
No se puede pisotear el Derecho Internacional, la Carta de Derechos Humanos, la protección de los sanitarios y de los periodistas en zonas de conflicto, el acceso a las necesidades básicas.
Masacrar a un pueblo indefenso o a parte de él, cualquiera que sea el medio, incluido el embargo total y la interrupción de las fuentes de agua, es un crimen contra la humanidad.
Disparar a los niños es un crimen contra la humanidad.
Matar de hambre a las mujeres embarazadas es un crimen contra la humanidad.
Bombardear salas hospitalarias neonatales es un derecho contra la humanidad.
Si permitimos que esto suceda, todo vale.
Y entonces no solo tendremos que lidiar con nuestra conciencia y el juicio de las generaciones futuras. Tendremos un gran problema, y pronto. Porque mañana, lo que pasa ahora con los palestinos, lo que pasó con los judíos y los gitanos, lo que pasó con Srebrenica, Guernica, Congo o cualquier otro lugar y tiempo en el que el ser humano se haya olvidado de sí mismo; Mañana, esos horrores también podrían pasarme a mí, que escribo, y a ti que lees.
El gran Ungaretti escribió, para los soldados de la Primera Guerra Mundial:
Se está como el otoño
En los árboles las hojas
Pero todos somos hojas caducas, hoy más que nunca; hojas secas que cuelgan del hilo de un otoño que no tiene piedad: la existencia misma. Es precaria, los seres humanos tenemos el deber de protegerla. Esto es la Humanidad.
Defender Palestina significa defender a toda la humanidad, antes de que muera.
Y también para defender la Memoria de quienes, antes que los palestinos, fueron víctimas de la inhumanidad del ser humano.
Apoyo al Movimiento de la Global Sumud Flotilla, formado por personas normales como yo, como tú, que arriesgan su vida, para defender un ideal de Justicia y Humanidad. Con G y U mayúsculas.
Pero este movimiento no debería existir: si existe es solo por el fracaso de los gobiernos, de la comunidad internacional, en la que yo había creído de niño, y que nos había prometido un mundo mejor.
No hay mundo mejor.
El ser humano alberga dos naturalezas diferentes y antitéticas (chimpancés VS bonobos, os hablaré de ello en un próximo boletín).
Algunos seres se vuelven inhumanos, y cuando se planta la semilla del mal, brota, crece y da fruto, deja caer otras semillas y continúa creciendo. El odio genera odio, que se mueve a través de las generaciones, perdura, se multiplica, ciega cada vez más, porque se convierte en un eslogan, en un lema. Repite frases que luego se convierten en falsas verdades, aniquila el juicio crítico, entierra la conciencia.
Está allí cuando el fémur roto pierde su dignidad: ya nadie lo inmoviliza. La humanidad muere.
El fémur roto se convierte en un objetivo, para ser castigado, para ser enfurecido, para ser torturado, eliminado.
Los deshumanizados deshumanizan a sus víctimas: a sus ojos, si las víctimas ya no son seres humanos, el crimen deja de serlo.
El lavado de cerebro hace maravillas: propaganda, censura, bombardeo mediático.
Los cerebros se pueden moldear, especialmente los de los niños.
Una de mis hijas me dijo dos cosas, hablando de Palestina. Me hizo pensar mucho.
La primera fue, refiriéndose a Israel: «Si quisiera exterminar a un pueblo, comenzaría con los niños, porque los niños representan el futuro de un pueblo.» Y eso es lo que me puso la piel de gallina.
El segundo, refiriéndose al terrorismo palestino, fue: «Estaría dispuesta a morir, si con mi sacrificio pudiera salvar a tanta gente.»
¿Qué lección sacáis de estas dos declaraciones de una niña de diez años, ajenas a los hechos y sin prejuicios de ningún tipo?
Hannah Arendt explicó la banalidad del mal mucho mejor que yo. Así, una persona común, una persona trivial, puede convertirse en un monstruo.
Cada uno de nosotros puede elegir si convertirse en un monstruo o seguir siendo humano.
Así que yo, como ser humano, como mujer, como médico, como madre y como escritora, digo alto y claro, en voz alta, tan fuerte como puedo: sé exactamente de qué lado estoy.
¿Y tú? ¿De qué lado estás?
AL COSTAT JUST DE LA HISTÒRIA
He estat pensant en què escriure durant setmanes.
Sé que he d’escriure alguna cosa.
Sé que he de fer alguna cosa. Em sento impotent, no puc quedar-me quieta, continuant vivint la meva vida còmodament com si res no hagués passat, mentre fora, al món, s’escriu la història.
I, malauradament, no és un bon capítol.
No crec que pugui fer res concret per canviar ni tan sols una coma d’aquest capítol lleig, però almenys vull escriure a peu de pàgina de quin costat estic.
Això potser pot sensibilitzar algú. Alguns escèptics o indecisos, alguns temorosos o algú que simplement no sap. Algú massa absort en la seva pròpia vida (ja sigui còmoda, cansada o problemàtica) per fer front al que passa més enllà de la Mediterrània.
Però no tinc el privilegi d’una gran audiència, així que no pretenc ser capaç de moure consciències. Penso en la meva consciència, i l’escolto.
Em diu que faci alguna cosa, una petita cosa: donar testimoni de quin costat estic.
Almenys la posteritat sabrà de quin costat estava quan miri enrere i pregunti crítica: «Però tu, vosaltres, tota la societat civil: on éreu quan va passar tot això?»
No sóc molt original, ho sé.
Avui en dia tothom parla de Palestina, del genocidi, de l’estat criminal d’Israel.
Però en realitat jo parlava d’això i estava al costat just fins i tot fa molts anys, quan les protestes juvenils i molt d’entusiasme em van portar als carrers, o en els meus escrits anteriors, incloses les meves novel·les.
Els que em llegeixen saben exactament de quin costat estic.
No sóc la persona més competent per parlar de les raons històriques del conflicte, les causes subjacents dels atemptats, el sionisme o el terrorisme. M’informo, però no m’elevo a experta. Hi ha gent que està molt més qualificada que jo per ensenyar geopolítica o crítica històrica.
Però tinc altres qualificacions, força valides i compartides.
La meva primera qualificació és que sóc un ésser humà. Sembla trivial, però en canvi és una cosa realment revolucionària avui dia. És revolucionari ser-ho, afirmar-ho i posar-lo en pràctica.
La meva segona qualificació és que sóc dona. I aquí he de citar una frase de la meva mare per donar sentit a aquesta afirmació. Fa molts anys, devia ser una nena, potser una adolescent: davant l’enèsima guerra que es va informar a les notícies, la meva mare, observant les cares lletges dels diversos homes de poder que estaven aigües amunt del conflicte, va exclamar: «Només els homes poden fer guerres: perquè no saben com de dolorós i cansat és generar la vida i cuidar-la.»
Potser aquestes no eren les paraules exactes. I sé que la frase pot sonar «massa» feminista per a alguns, o poc adequada, avui dia, en què les dones també estan al capdavant del poder o entre les files de soldats (encara que, vull destacar-ho, sempre en minoria).
Però en aquell moment, es va obrir una clau d’interpretació i vaig comprendre el significat profund del que deia la meva mare. Per descomptat, hi ha milions d’homes pacifistes al món i milions (potser) de dones bel·licistes. Però el significat del que va dir la meva mare, en un moviment impulsiu d’indignació i desànim, segueix sent per a mi un lema de gran saviesa: només aquells que ignoren la sacralitat de la vida poden voler aquesta destrucció.
La meva tercera qualificació és la de metgessa anestesiòloga, sóc algú que, durant les seves hores de treball, ajuda a la gent a curar-se i de tant en tant salvo la vida d’algú. Em paguen per fer-ho.
La meva quarta qualificació és la de mare. De quatre belles dones que tenen en els seus colors els tons de la xocolata, la mel i els camps de blat madur, amb el seu propi encant com de l’Orient Mitjà.
La meva cinquena qualificació és la d’escriptora. Com a intel·lectual o artista que em considero, amb humilitat i amb totes les meves limitacions, em sento investida amb el deure moral de fer sentir la meva veu i dir la veritat. Dono suport a Francesca Albanese i a totes aquelles persones que es posen en joc, davant d’altíssims costos, en nom de la Veritat.
El meu pare era periodista, em va ensenyar a dir sempre la veritat. Em va ensenyar que la Veritat és necessària, sagrada i s’ha de defensar amb ungles i dents, sempre i en qualsevol cas. La Veritat i la Justícia caminen de la mà. De la mateixa manera que la Mentida camina de la mà de la Injustícia.
Per tant, crec que tinc prou qualificacions per dir la meva sobre el capítol de la història que estem vivint.
Vaig néixer a principis dels anys 80, en una família que a la seva manera havia arribat al 68; vaig créixer en un clima de tolerància internacional i d’obertura d’horitzons que no tots els meus companys van tenir la sort d’experimentar.
El meu pare va néixer després de la Guerra Civil a Espanya en una regió profunda de l’interior català, i havia viscut els primers trenta anys de la seva vida sota la dictadura feixista de Francisco Franco.
La meva mare, en canvi, va néixer immediatament després de la Segona Guerra Mundial, en una Roma que acabava de ser netejada del feixisme de Mussolini, de les runes, dels cadàvers, del mercat negre i dels Aliats.
Espontàniament em van ensenyar quin era el costat correcte de la història. Sense dir-ho. Com aquells hàbits naturals que creixen com bolets en famílies, a la nit, mentre no te n’adones.
Hi ha més: sabia, des de petita, que estava viva probablement per dues casualitats, gràcies a un micobacteri i una bala que va sortir malament. Perquè el meu avi matern, nascut al 900, es va reformar quan només tenia divuit anys durant la Primera Guerra Mundial precisament perquè havia contret tuberculosi. I per la mateixa raó es va reformar durant la Segona Guerra Mundial. Així que va tenir nou fills, dels quals la meva mare va ser l’última, i jo vaig ser l’última dels dos fills de la meva mare.
Una casualitat.
El meu pare també va estar en perill de no néixer, perquè el meu avi patern va ser afusellat a la línia de l’Ebre, durant la Guerra Civil espanyola, i gairebé hi va deixar les plomes. Història de memòria orwelliana. No va ser colpejat al coll com el gran escriptor, però, com ell, es va salvar per poc. De la septicèmia, tenint en compte les condicions higièniques de l’època i la contingència, de les lesions i del sagnat. El meu avi es va salvar, per casualitat.
El meu pare va poder néixer set anys després només perquè el meu avi encara era viu.
Una coincidència.
Per tant, també és un cas extraordinari per a mi estar aquí per escriure aquest butlletí, avui, un dia de finals de setembre, gairebé dos anys després del terrible atac dels terroristes de Hamàs contra el poble civil israelià. I gairebé dos anys i un dia des de l’horror indescriptible actuat en represàlia per l’estat criminal d’Israel.
No tinc por de dir-ho.
Israel és un estat terrorista.
Recolzat per les potències mundials. Legalitzat.
Què és pitjor?
Un terrorista és un terrorista, ja s’espera que sigui un terrorista. Com un lladre, un assassí. Són persones que viuen fora de les regles de la societat civil, que no comparteixen els valors de convivència, respecte, tolerància, legalitat, etc. Ja se sap que «es portaran malament». I per això han de ser processats, detinguts, jutjats i castigats.
Però en canvi, s’espera que un estat faci l’estat. El govern d’un país serveix per governar, per respectar les institucions, per nodrir-les, per fomentar la convivència entre els ciutadans, per preservar la seva seguretat, benestar, promoure el seu desenvolupament.
Un estat que mata representa una traïció. És com una mare que mata un nen, una cosa que no t’esperes, antinatural. Inhumà.
Què passa quan un estat comença a ser terrorista?
A més, explotant les seves pròpies estructures d’intel·ligència i armes invencibles?
Què passa si un dels exèrcits més forts i despietats del món comença a actuar com a terrorista?
I posa en marxa una màquina imparable de destrucció massiva?
Trepitjant drets, valors, lleis, la vida mateixa?
(Les meves paraules ressonen en la vostra Memòria, la històrica?)
Què passa, llavors?
L’infern passa a la terra.
Passa l’Holocaust, els Pogroms, les Fosses Ardeatines i Marzabotto; execucions sumàries, camps de concentració, el Terror Blanc, la Nakba, les Foibes; la neteja ètnica, les violacions col·lectives com a arma de guerra, genocidis, massacres; Hiroshima i Nagasaki, Vietnam i Cambodja.
Atrocitats.
No he conegut personalment cap d’aquests inferns, ni les dictadures dels meus països d’origen, però vaig ser testimoni de nena i adolescent, com els meus contemporanis, de la fi de la Guerra Freda i de la caiguda del mur de Berlín. Després de la Guerra del Golf, el genocidi ruandès, la caiguda d’Enver Hoxha a Albània, la de Ceausescu a Romania, la guerra iugoslava i moltes altres guerres arreu del món en aquells anys, fins al fatídic col·lapse de les Torres Bessones, en què semblava que el món s’acabaria.
En aquest context, vaig créixer com a pacifista convençuda en un món democràtic i pacífic, el meu europeu, moderat i acollidor. Veia els conflictes fora de les meves fronteres com una cosa inaudita, impensable, a anys llum de mi, encara que geogràficament a prop.
Vaig estudiar història, com els meus companys, vaig llegir Primo Levi, Anne Frank, John Boyne; He vist pel·lícules que tots heu vist: La llista de Schindler, El violinista d’Auschwitz, La noia de l’arracada de perla, El pianista, La vida és bella.
Vaig plorar, vaig patir.
Vaig buscar els perquès: no es trobaven enlloc.
També vaig llegir un llibre del meu pare: Mengele: el metge d’Auschwitz. Va ser horror, per a mi.
Vaig aprendre a dir: MAI MÉS.
Alt i clar. Vaig estudiar la Carta dels Drets Humans i vaig creure que aquests eren els fonaments d’un món just i pacífic, que a poc a poc construiríem tots junts, amb la consciència dels que diuen: «Mai més!»
I estava convençuda, com tots els nascuts al Occident després de la Segona Guerra Mundial, que realment no tornaria a passar mai més. És per això que molts avui, com jo, romanen sorpresos i incrèduls, horroritzats, sorpresos davant l’horror que es repeteix.
Llavors em vaig preguntar —i encara em pregunto— després d’haver interrogat (sense rebre respostes satisfactòries) els meus pares i els meus oncles: però com podria el món no veure, no saber, no fer? Com va poder passar això? Per què només hi havia uns quants al costat just?
Bé, sabia de quin costat estava jo.
Sempre ho he sabut, sense dubtar-ho mai. Sempre he sabut que, independentment de les idees, la religió, el color de la pell, l’ètnia, el gènere, l’orientació sexual, la nacionalitat, la professió o qualsevol altra característica personal, sempre estava al costat de les víctimes.
La meva humanitat.
Llavors la medicina em va ensenyar atendre qualsevol. Ajudar sempre els necessitats, els més febles, indefensos o que no poden mantenir-se.
Al costat de les víctimes.
Mai al costat dels torturadors. MAI.
No és humà convertir-se en torturadors, no és natural.
I cap ésser humà, dotat de la seva pròpia característica d’ésser humà, pot donar suport als torturadors.
Tots formem part d’un mateix univers, que ens sosté, ens nodreix, ens dóna vida.
Tots som iguals sota aquest cel.
Ningú neix amb més drets o més valor.
Marcello Malpighi, fundador de l’anatomia microscòpica i la histologia, va dir que la humanitat va començar amb el primer fèmur immobilitzat: la humanitat no depèn només de l’evolució biològica, sinó que també i sobretot està formada per la cura i l’empatia, la inclusió i la fraternitat, la benevolència i l’acceptació.
Trio seguir sent humana. Sempre i en qualsevol cas. Perquè tots els fèmurs han d’estar immobilitzats i cuidats. TOTHOM, des del primer fins a l’últim.
Cada vida importa, tots comptem per igual.
Tothom té dret a viure.
És una coincidència que una persona com jo, o algú com Einstein, per exemple, algú amb molta més influència en el món i la història, sobrevisqui a la vida mateixa: als seus semblants, els anomenats éssers humans, a les adversitats del món.
No tenim mèrits de naixement. Ningú.
Som el resultat de la reproducció biològica i no escollim de qui ni en quin lloc o temps néixer.
Tots els nens tenen dret a néixer, abans que els seus futurs avis o pares siguin exterminats per la bogeria humana. Ningú hauria de néixer per casualitat, a causa d’un pulmó malalt o d’una trajectòria de bala que no és del tot precisa. En depèn la supervivència de la nostra espècie (tot i que sovint dubto que sigui realment desitjable…).
La vida és sagrada (en un sentit espiritual, no religiós) i s’ha de respectar sempre i en qualsevol cas.
Els nens han de ser respectats, protegits, cuidats, alimentats, educats, criats en l’amor i el respecte, la pau i la generositat, la cooperació i la convivència.
Totes les persones, en l’exercici dels seus oficis pacífics o endurant les seves activitats pacífiques diàries: totes les persones han de ser protegides, salvaguardades, ajudades, cuidades.
Totes les guerres són injustes, incorrectes, dolentes. Hi ha més de 50 conflictes armats en curs al món avui, inclòs el entre Rússia i Ucraïna.
La guerra és fastigosa, no hauria d’existir, i cito el meu estimat Gino Strada, pau per a la seva ànima. Però les guerres també tenen regles.
Els civils s’han de salvar.
Els periodistes s’han d’estalviar.
S’han d’estalviar els sanitaris.
Els atacs contra els treballadors sanitaris són inacceptables, a Palestina, a l’Afganistan, a Síria, al Iemen, a qualsevol part del planeta: són indignants, inacceptables, de cap manera compartibles.
No podem trepitjar el dret internacional, la Carta de Drets Humans, la protecció dels treballadors sanitaris i periodistes en zones de conflicte, l’accés a les necessitats bàsiques.
Massacrar un poble indefens o part d’ell, sigui quin sigui el mitjà, inclòs l’embargament total i la interrupció de les fonts d’aigua, és un crim de lesa humanitat.
Disparar a nens és un crim contra la humanitat.
Morir de fam a les dones embarassades és un crim contra la humanitat.
Bombardejar sales neonatals és un dret contra la humanitat.
Si permetem que això passi, tot s’hi val.
I llavors no només haurem de tractar amb la nostra consciència i amb judici de les generacions futures. Tindrem el problema nosaltres, i aviat. Perquè demà, el que passa ara als palestins, el que va passar als jueus i als gitanos, el que va passar a Srebrenica, Guernica, Congo o qualsevol altre lloc i moment en què l’ésser humà s’hagi oblidat de si mateix; demà, aquests horrors també podrien passar a mi, que escric, i a vosaltres que llegiu.
El gran Ungaretti va escriure, per als soldats de la Primera Guerra Mundial:
S’està com a la tardor
Als arbres les fulles
Però tots som fulles a punt de caure, avui més que mai; fulles seques penjades del fil d’una tardor que no té pietat: l’existència mateixa. És precària, els éssers humans tenim el deure de protegir-la. Això és la Humanitat.
Defensar Palestina significa defensar tota la Humanitat, abans que mori.
I també per defensar la memòria d’aquells que, abans que els palestins, van ser víctimes de la inhumanitat de l’ésser humà.
Dono suport al Moviment Global de la Flotilla de Sumud, format per gent normal com jo, com tu, que posa en risc les seves vides, per defensar un ideal de Justícia i Humanitat. Amb G majúscula i U.
Però aquest moviment no hauria d’existir: si existeix és només pel fracàs dels governs, de la comunitat internacional, en la qual jo havia cregut de petita, i que ens havia promès un món millor.
No hi ha món millor.
L’ésser humà alberga dues naturaleses diferents i antitètiques (ximpanzés VS bonobos, us en parlaré en un futur butlletí).
Alguns éssers es tornen inhumans, i quan es planta la llavor del mal, brota, creix i dona fruits, deixa caure altres llavors i continua creixent. L’odi genera odi, que es mou a través de les generacions, perdura, es multiplica, cega cada vegada més, perquè es converteix en un eslògan, un lema. Repeteix frases que després es converteixen en falses veritats, aniquila el judici crític, enterra la consciència.
És allà quan el fèmur trencat perd la seva dignitat: ja ningú l’immobilitza. La Humanitat mor.
El fèmur trencat es converteix en un objectiu, per ser castigat, per enfurismar-se, per ser torturat, eliminat.
Els deshumanitzats deshumanitzen les seves víctimes: als seus ulls, si les víctimes ja no són éssers humans, el crim deixa de ser-ho.
El rentat de cervell fa meravelles: propaganda, censura, bombardeig mediàtic.
Els cervells es poden modelar, especialment els dels nens.
Una de les meves filles em va dir dues coses, parlant de Palestina. Em va fer pensar molt.
La primera va ser, referint-se a Israel: «Si volgués exterminar un poble, començaria pels nens, perquè els nens representen el futur d’un poble». I això és el que em va posar la pell de gallina.
La segona, referint-se al terrorisme palestí, va ser: «Estaria disposada a morir, si amb el meu sacrifici pogués salvar tanta gent.»
Quina lliçó traieu d’aquestes dues declaracions d’una nena de deu anys, aliena als fets i sense prejudicis de cap mena?
Hannah Arendt va explicar la banalitat del mal molt millor que jo. Així, una persona normal, una persona qualsevol, pot convertir-se en un monstre.
Cadascú de nosaltres pot triar si convertir-se en un monstre o seguir sent humà.
Així que jo, com a ésser humà, com a dona, com a metge, com a mare i com a escriptora, dic alt i clar, tan fort com puc: sé exactament de quin costat estic.
I vosaltres? De quin costat esteu?

DALLA PARTE GIUSTA DELLA STORIA
È da settimane che penso a cosa scrivere.
So che devo scrivere qualcosa.
So che devo fare qualcosa. Mi sento impotente, non posso restare immobile, seguitando a vivere comodamente la mia vita come se nulla fosse, mentre fuori, nel mondo si sta scrivendo la Storia.
E purtroppo non è un bel capitolo.
Non credo di poter fare realmente nulla di concreto per modificare nemmeno una virgola di questo brutto capitolo, ma almeno voglio scrivere in calce da che parte sto.
Questo può forse sensibilizzare qualcuno. Qualche scettico o indeciso, qualche timoroso o qualcuno che semplicemente non sa. Qualcuno troppo assorto nella propria vita (comoda, faticosa o problematica che sia) per occuparsi di cosa accade al di là del Mediterraneo.
Ma non ho il privilegio di una grande platea, quindi non punto a poter smuovere coscienze. Penso alla mia, di coscienza, e la ascolto.
Lei mi sta dicendo di fare qualcosa, una piccola cosa: testimoniare da che parte sto.
Almeno lo sapranno i posteri, da che parte stavo, quando si guarderanno indietro e chiederanno critici: «Ma tu, voi, la società civile tutta: da che parte stavate quando succedeva tutto quello?»
Non sono molto originale, lo so.
Oggigiorno tutti parlano di Palestina, di genocidio, di stato criminale di Israele.
Ma in realtà parlavo di questo e stavo dalla parte giusta anche molti anni fa, quando le proteste giovanili e molto entusiasmo mi portavano in piazza, o nei miei scritti precedenti, compresi i miei romanzi.
Chi mi legge sa esattamente da che parte sto.
Non sono la persona più competente per parlare delle ragioni storiche del conflitto, delle cause soggiacenti agli attentati, del sionismo o del terrorismo. Mi informo, ma non mi elevo a esperta. Ci sono persone molto più qualificate di me per insegnare la geopolitica o la critica storica.
Ma ho altre qualifiche, abbastanza importanti e condivise.
La mia prima qualifica è che sono un essere umano. Sembra banale, ma invece è una cosa davvero rivoluzionaria, oggigiorno. È rivoluzionario esserlo, affermarlo e metterlo in pratica.
La mia seconda qualifica è che sono donna. E qui devo citare una frase di mia madre per dare senso a questa affermazione. Molti anni fa, io sarò stata una ragazzina, forse un’adolescente: di fronte all’ennesimo conflitto di cui si dava notizia al telegiornale, mia madre, osservando i brutti volti dei vari uomini di potere che erano a monte del conflitto stesso, esclamò: «Solo gli uomini possono fare le guerre: perché non sanno quanto sia doloroso e faticoso generare la vita e prendersene cura.»
Le parole esatte forse non erano queste. E so che la frase, ad alcuni può suonare “troppo” femminista, o poco calzante, al giorno d’oggi, in cui anche le donne sono ai vertici del potere o tra le fila dei soldati (anche se, voglio sottolineare, sempre in minoranza).
Ma a me, in quel momento, si aprì una chiave di lettura e colsi il senso profondo di quello che diceva mia madre. Ovviamente esistono al mondo milioni di uomini pacifisti e milioni (forse) di donne guerrafondaie. Ma il senso di quel che mia madre disse, in un moto d’impulsivo sdegno e di sconforto, rimane per me un motto di grande saggezza: solo chi ignora la sacralità della vita può volere tanta distruzione.
La mia terza qualifica è quella di medico anestesista, io sono una che, durante le sue ore di lavoro, aiuta le persone a guarire e ogni tanto mi capita di salvare la vita a qualcuno. Mi pagano per fare questo.
La mia quarta qualifica è quella di madre. Di quattro splendide piccole donne che hanno nei loro colori le sfumature della cioccolata, del miele e dei campi di grano maturo, con un loro fascino tutto mediorientale.
La mia quinta qualifica è quella di scrittrice. Come intellettuale o artista che mi ritengo, con umiltà e con tutti i miei limiti, mi sento investita del dovere morale di far sentire la mia voce e dire la verità. Appoggio senza condizioni Francesca Albanese e tutte quelle persone che si mettono in gioco, a fronte di costi altissimi, in nome della Verità.
Mio padre era giornalista, mi ha insegnato a dire sempre la verità. Mi ha insegnato che la Verità è necessaria, sacra, e va difesa con le unghie, sempre e comunque. La Verità e la Giustizia camminano a braccetto. Così come la Menzogna cammina a braccetto con l’Ingiustizia.
Ritengo quindi di avere sufficienti qualifiche per dire la mia sul capitolo della Storia che stiamo vivendo.
Io sono nata agli inizi degli anni ’80, in una famiglia che a modo suo aveva fatto il ’68; sono cresciuta in un clima di tolleranza internazionale e apertura di orizzonti che non tutti i miei coetanei avevano la fortuna di vivere.
Mio padre era nato dopo la Guerra Civile in Spagna in una regione del profondo entroterra catalano, e aveva vissuto i primi trenta anni di vita sotto la dittatura fascista di Francisco Franco.
Mia madre invece, era nata nell’immediato post II Guerra Mondiale, in una Roma appena ripulita dal fascismo di Mussolini, dalle macerie, dai cadaveri, dal mercato nero e dagli Alleati.
Mi insegnarono spontaneamente quale fosse il lato giusto della Storia. Senza dirlo. Come quelle abitudini naturali che nelle famiglie crescono come i funghi, di notte, mentre non te ne accorgi.
C’è di più: io seppi, sin da piccola, di essere viva probabilmente per due casualità, grazie a un micobatterio e a un proiettile andato storto. Perché il mio nonno materno, classe ‘900, fu riformato appena diciottenne durante la I Guerra Mondiale proprio per aver contratto la tubercolosi. E per lo stesso motivo fu riformato durante il secondo conflitto. Così lui ebbe nove figli, di cui mia madre fu l’ultima, e io l’ultima dei due figli di mia madre.
Un caso.
Anche mio padre rischiava di non nascere, perché il mio nonno paterno fu colpito da un’arma da fuoco sulla linea dell’Ebro, durante la Guerra Civile spagnola, e quasi ci lasciava le penne. Storia di orwelliana memoria. Non fu colpito al collo come il grande scrittore, ma, come lui, per un pelo si salvò. Dalla setticemia, considerando le condizioni igieniche del tempo e la contingenza, dalle lesioni e dal dissanguamento. Mio nonno fu salvo, per caso.
Mio padre poté nascere sette anni dopo solo perché mio nonno era ancora vivo.
Un caso.
Quindi anche per me è uno straordinario caso essere qui a scrivere questa newsletter, oggi, in una giornata di fine settembre, a quasi due anni dal terribile attacco dei terroristi di Hamas al popolo civile israeliano. E quasi da due anni e un giorno dall’inenarrabile orrore messo in atto come rappresaglia dallo stato criminale di Israele.
Non mi fa paura dirlo.
Israele è uno stato terrorista.
Avallato dalle potenze mondiali. Legalizzato.
Cosa è peggio?
Un terrorista è un terrorista, già ci si aspetta che faccia il terrorista. Come un ladro, un assassino. Sono persone che vivono al di fuori delle regole della società civile, che non condividono i valori di convivenza, rispetto, tolleranza, legalità e via dicendo. Già si sa che “si comporteranno male”. E per questo vanno perseguiti, arrestati, giudicati e puniti.
Ma invece, da uno stato ci si aspetta che faccia lo stato. Il governo di un paese serve a governare, a rispettare le istituzioni, a nutrirle, ad alimentare la convivenza tra i cittadini, a preservarne la sicurezza, il benessere, a favorirne lo sviluppo.
Uno stato che uccide rappresenta un tradimento. È come una mamma che uccide un figlio, qualcosa che non ti aspetti, antinaturale. Disumano.
Che succede quando uno stato si mette a fare il terrorista?
Per di più sfruttando le proprie invincibili strutture di intelligence e di armamenti?
Cosa succede se uno degli eserciti più forti e spietati del mondo si mette a fare il terrorista?
E mette in atto una macchina inarrestabile di distruzione di massa?
Calpestando i diritti, i valori, le leggi, la vita stessa?
(Vi risuonano nella Memoria, quella storica, le mie parole?)
Che succede, dunque?
Succede l’inferno in terra.
Succede l’Olocausto, i Pogrom, le Fosse Ardeatine e Marzabotto; le esecuzioni sommarie, i campi di concentramento, il Terror Blanco, la Nakba, le Foibe; le pulizie etniche, gli strupi di gruppo come arma di guerra, genocidi, stragi; Hiroshima e Nagasaki, il Vietnam e la Cambogia.
Atrocità.
Io non ho conosciuto personalmente nessuno di questi inferni, né le dittature dei miei paesi di origine, ma ho assistito da bambina e adolescente, come i miei contemporanei, alla fine della Guerra Fredda e alla caduta del muro di Berlino. Poi alla Guerra del Golfo, al genocidio ruandese, alla caduta di Enver Hoxha in Albania, a quella di Ceausescu in Romania, alla Guerra Jugoslava, e a innumerevoli altre guerre in tutto il mondo in quegli anni, fino al fatidico crollo delle Torri Gemelli, in cui sembrava che il mondo sarebbe finito.
In questo contesto sono cresciuta convintamente pacifista in un mondo democratico e in pace —quello mio europeo, ovattato e accogliente. Guardavo ai conflitti al di fuori dei miei confini come a qualcosa di inaudito, impensabile, lontano da me anni luce, per quanto geograficamente vicino.
Studiai la storia, come i miei coetanei, lessi Primo Levi, Anna Frank, John Boyne; vidi film che avete visto tutti: Schindler’s List, Il Violinista di Auschwitz, La Ragazza con l’Orecchino di Perla, il Pianista, La Vita è Bella.
Piansi, soffrii.
Mi interrogai sui perché: introvabili.
Lessi anche un libro di mio padre: Mengele: il Medico di Auschwitz. Fu l’orrore, per me.
Imparai a dire: MAI PIÙ.
Forte e chiaro. Studiai la Carta dei Diritti dell’Essere Umano e credevo che quelle fossero le fondamenta di un mondo giusto pacifico, che piano piano avremmo costruito tutti insieme, con la consapevolezza di chi dice: «Mai più!»
Ed ero convinta, come tutti quelli nati in Occidente dopo la II Guerra Mondiale, che non sarebbe davvero mai più successo. Per questo tanti oggi , come me, restano attoniti e increduli, orripilato, esterrefatti di fronte all’orrore che si ripete.
Allora mi chiedevo — e mi chiedo ancora — dopo aver interrogato (senza ricevere risposte soddisfacenti) i miei genitori e miei zii: ma come faceva il mondo a non vedere, a non sapere, a non fare? Come è potuto succedere? Come mai solo in pochi stavano dalla parte giusta?
Be’, io sapevo da che parte stavo.
L’ho sempre saputo, senza mai esitare.
Ho sempre saputo che, a prescindere dalle idee, dalla religione, dal colore della pelle, dall’etnia, dal sesso, dall’orientamento sessuale, dalla nazionalità, dal mestiere o da qualsiasi altra caratteristica personale, io stavo sempre e comunque dalla parte delle vittime. La mia umanità.
Poi la medicina mi ha insegnato a prendermi cura di chiunque. Ad aiutare sempre chi ha bisogno, chi è più debole, indifeso o non può provvedere a sé stesso.
Dalla parte delle vittime.
Mai dalla parte degli aguzzini. MAI.
Non è umano trasformarsi in aguzzini, non è naturale.
E nessun essere umano, dotato della sua propria caratteristica di essere umano, può supportare gli aguzzini.
Siamo tutti parte dello stesso universo, che ci sostiene, si nutre, ci dà vita.
Siamo tutti uguali sotto questo cielo.
Nessuno nasce con più diritti o con più valore.
Marcello Malpighi, fondatore della anatomia microscopica e dell’istologia, disse che l’umanità cominciò col primo femore immobilizzato: l’umanità non dipende solo dall’ evoluzione biologica, ma è fatta anche e soprattutto di cura ed empatia, di inclusione e fratellanza, di benevolenza e accettazione.
Io scelgo di restare umana. Sempre e comunque. Perché tutti i femori devono essere immobilizzati e curati. TUTTI, dal primo all’ultimo.
Ogni vita conta (Every Life Matters), tutti contiamo allo stesso modo.
Tutti hanno diritto a vivere.
È un caso se una persona come me, o una come Einstein, per esempio — qualcuno con ben maggiore influenza sul Mondo e sulla Storia— sopravvivere alla vita stessa: ai suoi simili — i cosiddetti esseri umani —, alle avversità del mondo.
Non abbiamo meriti di nascita. Nessuno.
Siamo frutto della riproduzione biologica e non scegliamo né da chi né in quale luogo o tempo nascere.
Tutti i bambini hanno diritto a nascere, prima che i loro futuri nonni o genitori vengano sterminati dalla follia umana. Nessuno dovrebbe nascere per caso, a causa di un polmone malato o di una traiettoria di proiettile non del tutto precisa. Ne va della sopravvivenza della nostra specie (anche se dubito spesso che questa sia davvero auspicabile…).
La vita è sacra (in senso spirituale, non religioso) e va rispettata sempre e comunque.
I bambini vanno rispettati, vanno protetti, curati, nutriti, istruiti, educati all’amore e al rispetto, alla pace e alla generosità, alla cooperazione e alla convivenza.
Tutte le persone, nell’ufficio dei loro pacifici mestieri o nello svolgimento delle loro pacifiche attività quotidiane: tutte le persone devono essere protette, salvaguardate, aiutate, curate.
Tutte le guerre sono ingiuste, sbagliate, cattive. Ci sono più di 50 conflitti armati in corso nel mondo oggi, tra cui quello tra Russa e Ucraina.
La guerra fa schifo, non dovrebbe esistere, e cito il mio amato Gino Strada, pace all’anima sua. Ma anche le guerre hanno delle regole.
I civili vanno risparmiati.
I giornalisti vanno risparmiati.
I sanitari vanno risparmiati.
Gli attacchi ai sanitari sono inammissibili, in Palestina, in Afghanistan, in Siria, in Yemen, in qualunque luogo del pianeta: sono indignanti, inaccettabili, in nessun modo condivisibili.
Non si può calpestare il Diritto Internazionale, la carta dei diritti dell’Essere Umano, la protezione dei sanitari e dei giornalisti nelle zone di conflitto, l’accesso ai beni di prima necessità.
Massacrare un popolo inerme o parte di esso, qualunque siano i mezzi, inclusi l’embargo totale e l’interruzione delle fonti idriche, è un delitto contro l’Umanità.
Sparare sui bambini è un delitto contro l’Umanità.
Affamare le donne incinte è un delitto contro l’Umanità.
Bombardare i reparti di neonatologia è un diritto contro l’Umanità.
Se permettiamo che questo succeda, vale tutto.
E allora non avremo a che fare solo con la nostra coscienza e col giudizio delle generazioni future. Il problema lo avremo noi, e presto. Perché domani, quello che succede ora ai Palestinesi, quello che successe agli Ebrei e agli Zingari, quello che successe a Srebrenica, a Guernica, in Congo o in qualunque altro luogo e tempo in cui l’essere umano si è dimenticato di sé stesso; domani, quegli orrori, potrebbero succedere anche a me, che scrivo, e a voi che leggete.
Il grande Ungaretti scrisse, per i soldati della I Guerra Mondiale:
Si sta come d’autunno
Sugli alberi le foglie
Ma tutti noi siamo foglie caduche, oggi più che mai; foglie secche appese al filo di un autunno che non ha pietà: l’esistenza stessa. Essa è precaria, noi esseri umani abbiamo il dovere di proteggerla. Questa è Umanità.
Difendere la Palestina significa difendere l’Umanità intera, prima che muoia.
E difendere anche la Memoria di coloro che, prima dei Palestinesi, sono state vittime della disumanità dell’essere umano.
Appoggio senza se e senza ma il Movimento della Global Sumud Flotilla, fatto di gente normale come me, come voi, che mette a rischio la propria vita, per difendere un’ideale di Giustizia e Umanità. Con la G e la U maiuscole.
Ma questo movimento non dovrebbe esistere: se esiste è solo a causa del fallimento dei governi, della comunità internazionale, quella in cui da bambina avevo creduto, e che ci aveva promesso un mondo migliore.
Il mondo migliore non c’è.
L’essere umano alberga due nature diverse e antitetiche (scimpanzé VS bonobo, ve ne parlo in una prossima newsletter).
Alcuni esseri diventano disumani, e quando il seme del male viene piantato poi germoglia, cresce, e dà frutti, fa cadere altri semi e continua a crescere. L’odio genera odio, che si sposta nelle generazioni, perdura, si moltiplica, accieca sempre più, perché diventa slogan, motto. Ripete frasi che poi diventano false verità, annichilisce il giudizio critico, sotterra la coscienza.
È lì quando il femore rotto perde la sua dignità: nessuno lo immobilizza più. Muore l’Umanità.
Il femore rotto diventa anzi un bersaglio, da castigare, su cui accanirsi, da torturare, eliminare.
I disumanizzati disumanizzano le loro vittime: ai loro occhi, se le vittime non sono più esseri umani il crimine cessa di essere tale.
Il lavaggio del cervello fa miracoli: la propaganda, la censura, il bombardamento mediatico.
I cervelli possono esseri plasmati, soprattutto quelli dei bambini.
Una delle mie figlie mi ha detto due cose, parlando della Palestina. Mi ha fatto riflettere molto.
La prima cosa è stata, riferita a Israele: «Se io volessi sterminare un popolo, comincerei dai bambini, perché i bambini rappresentano il futuro di un popolo.» E queste è la cosa che mi ha fatto venire la pelle d’oca.
La seconda, riferita al terrorismo di matrice palestinese, è stata: «Io sarei disposta a morire, se con il mio sacrificio potessi salvare tante persone.»
Voi che insegnamento traete da queste due affermazioni di una bambina di dieci anni, estranea ai fatti e senza pregiudizi di alcun tipo?
La banalità del male Hannah Arendt l’ha spiegata molto meglio di me. Così, una persona qualunque, una persona banale, può trasformarsi in mostro.
Ognuno di noi può scegliere se diventare un mostro o restare umano.
Allora io come essere umano, come donna, come medico, come madre e come scrittrice, dico chiaro e tondo, forte — più forte che posso: so esattamente da che parte sto.
E voi? Da che parte state?

MARE NOSTRUM
Agosto. Tiempo de vacaciones. Para muchos, para las familias numerosas, para las más pequeñas e incluso para aquellos que no tienen familia.
Tiempo de vacaciones, pero no para todos. Hay quienes no tienen vacaciones, porque tal vez no tienen un trabajo para irse de vacaciones. O porque tal vez trabaja ilegalmente. O porque también tendría vacaciones, pero no tiene ni un centavo para hacer nada.
Incluso los niños a menudo no tienen vacaciones. Porque simplemente no tienen una escuela.
Suena increíble, ¿verdad? Leerlo ahora, a quemarropa, en vuestro último modelo de smartphone brillante, que puede haber costado la vida de algún niño en las minas de cobalto del Congo. Un niño que no tenía vacaciones, ni de la escuela (que la escuela ni siquiera sabía lo que eran), ni del trabajo, que era más una esclavitud que un trabajo. Porque no creo que a los cinco, seis, diez, trece años sea admisible trabajar para sobrevivir.
Ni para morir.
Pues sí: leo esta noticia en mi smartphone, que muchos niños en el mundo no tienen la oportunidad de ir a la escuela, estando tumbada en mi toalla consumida por la sal y el sol, recuerdo de un viaje a Jamaica. Viaje turístico, por supuesto. Como el que me ha traído a una gran playa de la Costa Dorada, en Cataluña.
Pero, ¿cuántas personas viajan no por turismo, sino por desesperación? Por necesidad.
Pienso en ello. ¿Recuerdo esto cuando reservo mis vacaciones? ¿Cuándo decido el destino de mi próximo viaje?
¿Cuándo me acuesto en mi toalla jamaicana viendo a mis hijas pulular despreocupadas y felices entre castillos de arena y baños en el mar?
Sí, por supuesto: lo pienso. Siempre, pienso en ello.
Y es por eso que hoy estoy hablando de ello con ustedes, para que todos podamos pensar en ello. Para que todos reflexionemos sobre la suerte que tuvimos el día que nacimos.
En el lado correcto.
No el de la razón.
La parte correcta del planeta. En el que se garantizan los derechos fundamentales del Ser Humano para todos.
Entonces, ya que estamos en la era de las vacaciones, los viajes, el mar, los invito a reflexionar. No para que amargaros el el día en la playa, el cóctel o todas las vacaciones, sino porque todos tenemos una responsabilidad, y yo me pongo a mí misma en primer lugar.
Cada uno de nosotros es una pequeña gota en el Océano de la Humanidad, pero nuestras acciones, por irrisorias que sean en la economía general de las cosas del mundo, tienen el poder de condicionar a los demás. Especialmente los de nuestros hijos. Así que los padres tenemos una responsabilidad mayor que los demás: no solo la de actuar, sino también la de mostrar cómo actuar y educar para actuar con respeto por todo el mundo.
Un mundo que luego legamos a nuestros muchos hijos.
El mundo entendido como un planeta — la naturaleza, el medio ambiente — y como humanidad — la sociedad, la cultura.
Hay millones de formas diferentes de cuidar el mundo, de ser solidario, ecológico, ético, respetuoso, empático, correcto, en definitiva: justo. Cada uno puede buscar lo suyo y transmitirlo a sus descendientes. Solo este es el camino que puede conducir, con un poco de suerte, a un mañana mejor, para ellos y para todos.
Por lo tanto, propongo como reflexión el recuerdo de un día en la playa, de un verano de hace unos años, en el que el mundo aún no había conocido la era oscura de la Pandemia.
Era un fuerte viento ese día en ese mar griego. Mis hijas jugaban felices en la orilla, porque les había prohibido entrar al agua. «Es arriesgado. El mar agitado es peligroso», les dije.
«¿Por qué, mamá?», preguntó Irene, quien siempre necesita reiterar sus razones.
«Una ola podría sumergirte. Podrías hundirte con la cabeza y nunca ser capaz de resurgir», respondí.
Y pensé: «Se te podría meter agua en la nariz, en la boca, en los pulmones y ahogarte. Podría golpearte una ola y derribarte, dejarte inconsciente. Podría llevarte la corriente sobre las rocas, hacer que te golpees el cráneo y matarte» Pero no se lo dije.
Solo dije: «Quédense aquí, mis niñas. Jueguen con arena. Es peligroso estar en el agua con este viento. Es peligroso encontrarse de repente en aguas altas»
Afortunadamente no estamos en aguas altas. Seguí pensando.
Afortunadamente, mis hijas pueden pasar sus vacaciones en una isla griega, sin preocupaciones, sin temer por sus vidas ni por las de sus padres.
Afortunadamente.
Afortunadamente, no tenemos que subir a bordo de un viejo y precario bote sin salvavidas desde un puerto libio de forma clandestina o desde la costa de Turquía en plena noche para cruzar este turbulento Mediterráneo.
Afortunadamente, nuestros problemas hoy son sobre los castillos de arena y el restaurante para cenar.
Afortunadamente llegamos a esta isla griega para escapar del calor de Atenas y de un año de escuela y trabajo, de una rutina exigente, llena de satisfacciones y penurias, éxitos y derrotas. Pero segura. Una vida segura.
Elegimos la arena para descansar nuestras extremidades cansadas unos días, no para siempre. Solo por dos semanas. Solo para tomar una foto de la puesta de sol y poder decir: «¡Qué lindo sería vivir aquí!».
No para simplemente desear: «¡Qué lindo sería vivir!» mientras estamos en medio de esas olas, en marea alta, mirando la costa lejana e inalcanzable.
Afortunadamente. Es solo cuestión de suerte.
Afortunadamente, nuestros cuerpos no terminan en medio del mar, hinchados de agua, quemados por la sal y el diesel, marcados por la tortura, las dificultades y la violencia. Estamos aquí, hermosas, bronceadas, limpias, con protector solar perfumado, con el estómago lleno, acostadas sobre nuestras toallas gastadas por el sol. Miramos al mar y nos quejamos de las vidas de las que estamos huyendo durante unas semanas.
Vidas que afortunadamente no tenemos que entregar al mar.
Pero es solo por suerte, no porque seamos mejores. No merecemos nada más que ellos.
Tuvimos más suerte.
Si nos cuesta creerlo, basta con cerrar los ojos: imaginaros, por un momento, acurrucados en uno de esos barcos que conocemos bien, tratando de sostener a nuestros hijos. ¿Cuántos tenéis? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Seis? ¿Cómo los agarraríais para que nadie se caiga por la borda? ¿Y qué le diríais al pequeño cuando os pidiera agua para beber?
Imaginaros esto, por unos segundos, para entender que lo nuestro es solo suerte. Que en el fondo del Mare Nostrum hay gente, gente como nosotros. Que tenían deseos, aspiraciones y necesidades como nosotros. Y que si no estamos allí es solo una coincidencia.
Si nos imaginamos hundiéndonos en esos abismos, entonces entendemos que los que impiden el rescate en el mar son criminales, tanto como asesinos, traficantes de esclavos, explotadores de seres humanos, torturadores, traficantes de órganos, violadores. Tanto como las autoridades que han permitido que esta tragedia se perpetúe durante décadas.
Los ciudadanos no pueden permanecer impasibles, todos tienen su parte de responsabilidad. Por pequeña que sea.
Lo más importante de nosotros, los padres, es la educación.
Educamos para acoger, para ayudar, para respetar, para tolerar. Eduquemos para la paz, eduquemos para el amor.
La belleza del mundo que dejaremos a nuestros hijos y nietos depende de lo que les enseñemos a construir.
Y así, mientras observamos esta hermosa playa frente a nosotros, mientras nos perdemos en el brillo del mar tocado por el sol, mientras descansamos nuestras extremidades en esta tumbona, con nuestro Smartphone en la mano, asomándonos a las redes sociales en busca de algo que aleje el aburrimiento, dediquemos un pensamiento a los menos afortunados, preguntémonos realmente: «¿Qué papel tengo en la sociedad? ¿Cuáles son las herramientas que tengo a mi disposición para mejorarlo? ¿Qué intentos puedo hacer para hacer de este planeta un lugar mejor?»
Todo el mundo tiene alguna oportunidad, por pequeña que sea. Y si no nos interesa hacerlo por ellos, por los desafortunados; si no nos interesa hacerlo por el ideal; si no nos interesa hacerlo por nosotros mismos, porque no sentimos la necesidad de ser mejores personas; hagámoslo por estos niños que tenemos delante, que juegan con la arena. Hagámoslo por nuestros hijos.
Si el Mar es Nostrum para disfrutar de las vacaciones, también debe ser Nostrum para temas incómodos.
Y luego, ahora que lo pienso, este asunto es realmente nostrum.
MARE NOSTRUM
Agosto. Tempo di vacanze. Per molti, per le famiglie numerose come la mia, per quelle meno numerose e anche per chi una famiglia non ce l’ha.
Tempo di vacanze, ma non per tutti. C’è chi di vacanze non ne ha, perché magari non ha un lavoro da cui andare in vacanza. O perché magari lavora in nero. O perché le ferie le avrebbe pure, ma non ha un soldo per fare alcunché.
Anche i bambini, spesso, non hanno le vacanze. Perché semplicemente non hanno una scuola.
Sembra incredibile, vero? leggerlo ora, così a bruciapelo, sul vostro smartphone patinato ultimo modello, che magari è costato la vita a qualche bambino nelle miniere di cobalto del Congo. Un bambino che non aveva vacanze, né dalla scuola (che la scuola non sapeva nemmeno cosa fosse), né dal lavoro, che più che un lavoro era una schiavitù. Perché non credo che a cinque sei dieci tredici anni sia ammissibile lavorare per sopravvivere.
E per morire.
Ebbene sì: leggo sul mio smartphone questa notizia, che molti bambini nel mondo non hanno la possibilità di andare alla scuola, stando sdraiata sul mio asciugamano consumato dal sale e dal sole, ricordo di un viaggio in Jamaica. Viaggio turistico, si intende. Come quello che mi ha portata in un’ampia spiaggia sulla Costa Daurada, in Catalogna.
Ma quanta gente viaggia non per turismo, bensì per disperazione? Per necessità.
Ci penso? Me ne ricordo quando prenoto le mie vacanze? Quando decido la meta del mio prossimo viaggio?
Quando me ne sto sdraiata sul mio asciugamano jamaicano guardando le mie figlie che spensierate e felici brulicano tra castelli di sabbia e bagni in mare?
Sì, certo: ci penso. Sempre, ci penso.
E per questo ne parlo oggi con voi, affinché tutti ci pensiamo. Affinché tutti riflettiamo sulla fortuna che abbiamo avuto il giorno in cui siamo nati.
Dalla parte giusta.
Non quella della ragione.
La parte giusta del pianeta. In cui i diritti fondamentali dell’Essere Umano sono garantiti per tutti.
Allora visto che siamo in epoca di vacanza, di viaggi, di mare, vi invito a una riflessione. Non per farvi andare di traverso la giornata di mare, il cocktail o l’intera vacanza, ma perché tutti abbiamo una responsabilità, e mi ci metto per prima.
Ognuno di noi è una piccola goccia nell’Oceano dell’Umanità, però le nostre azioni, per quanto irrisorie nell’economia generale delle cose del mondo, hanno il potere di condizionarne delle altre. Specialmente quelle dei nostri figli. Per cui noi genitori abbiamo maggiore responsabilità rispetto agli altri: non solo quella di agire, ma anche quella di mostrare come agire ed educare ad agire nel rispetto del mondo intero.
Mondo che poi lasceremo in eredità a questi stessi figli.
Mondo inteso sia come pianeta — natura, ambiente — sia come umanità — società, cultura.
Esistono milioni di modi diversi per prendersi cura del mondo, per essere solidali, ecologici, etici, rispettosi, empatici, corretti, insomma: giusti. Ognuno può cercare il proprio, e trasmetterlo alla discendenza. Solo questo è il cammino che potrà condurre, con un po’ di fortuna, a un domani migliore, per loro e per tutti.
Vi propongo come riflessione quindi il ricordo di una giornata al mare, di un’estate di qualche anno fa, in cui il mondo non aveva ancora conosciuto l’era oscura della Pandemia.
Faceva vento forte, quel giorno, in quel mare greco. Le mie figlie giocavano felici sul bagnasciuga, perché avevo proibito loro di entrare in acqua. “È rischioso. Il mare grosso è pericoloso” dicevo loro.
“Perché, mamma?” chiedeva Irene, che ha bisogno sempre di ribadire le sue ragioni.
“Potrebbe sommergerti un’onda. Potresti andare sotto con la testa e non riuscire più a riemergere” le rispondevo.
E pensavo: ”Potrebbe entrarti acqua nel naso, nella bocca, nei polmoni, e soffocarti. Potrebbe colpirti un’onda con forza e portarti giù, farti perdere i sensi. Potrebbe trasportarti la corrente sugli scogli, farti sbattere il cranio e ucciderti” Ma non glie lo dicevo.
Dicevo solo: “Restate qua, bambine mie. Giocate con la sabbia. È pericoloso trovarsi in acqua con questo vento. È pericoloso trovarsi all’improvviso in acqua alta”
Per fortuna non siamo in acqua alta, noi. Continuavo a pensare.
Per fortuna le mie bambine possono fare le vacanze in un’isola greca, spensieratamente, senza temere per la propria vita né per quella dei loro genitori.
Per fortuna.
Per fortuna non dobbiamo imbarcarci su una scialuppa vecchia e precaria da un porto libico clandestinamente o dalle coste della Turchia in piena notte per attraversare questo Mediterraneo così turbolento.
Per fortuna i nostri problemi di oggi riguardano i castelli di sabbia e il ristorante della cena.
Per fortuna siamo arrivati su quest’ isola greca per scappare dall’afa di Atene e da un anno di scuola e lavoro, da una routine impegnativa, piena di soddisfazioni e fatiche, successi e sconfitte. Ma sicura. Una vita sicura.
Abbiamo scelto la sabbia per riposare le nostre membra stanche, non per sempre. Solo per due settimane. Solo per scattare una foto col tramonto e poter dire: “Che bello sarebbe vivere qui!”.
Non per desiderare semplicemente: ”Che bello sarebbe vivere!” mentre ci troviamo in mezzo a quelle onde, in acqua alta, guardando la costa lontana e irraggiungibile.
Per fortuna. È solo fortuna.
Per fortuna i nostri corpi non finiscono in mezzo al mare, gonfi di acqua, bruciati dal sale e dal gasolio, segnati dalle torture, dagli stenti e dalle violenze. Noi siamo qui, belli, abbronzati, puliti, con la crema solare profumata, gli stomaci pieni, stesi sui nostri asciugamani consunti, al sole. Guardiamo il mare e ci lamentiamo delle vite da cui fuggiamo per qualche settimana.
Vite che per fortuna non dobbiamo regalare al mare.
Ma è solo per fortuna, non perché siamo migliori. Non ci meritiamo nulla di più di loro.
Siamo solo stati più fortunati.
Se facciamo fatica a crederlo basta chiudere gli occhi immaginarci, per un attimo solo, accalcati in uno di quei barconi che ben conosciamo, cercando di stringere i nostri figli. Quanti ne avete? Tre? quattro? Sei? Come li afferrereste perché nessuno cada in mare? E che direste al più piccolo quando vi chiedesse acqua da bere?
Basta immaginare questo, per pochi secondi, per capire che la nostra è solo fortuna. Che in fondo al Mare Nostrum ci sono persone, persone come noi. Che avevano desideri, aspirazioni e necessità come noi. E che se non ci siamo noi è solo un caso.
Se immaginiamo noi stessi sprofondare in quegli abissi, allora capiamo che chi impedisce il soccorso in mare è un criminale, tanto quanto assassini, mercanti di schiavi, sfruttatori di esseri umani, torturatori, commercianti di organi, stupratori. Tanto quanto le autorità che da decenni permettono il perpetuarsi di questa tragedia.
La cittadinanza non può rimanere impassibile, ognuno ha la sua parte di responsabilità. Per quanto piccola.
La più importante di noi genitori è l’educazione.
Educhiamo all’accoglienza, al soccorso, al rispetto, alla tolleranza. Educhiamo alla pace, educhiamo all’amore.
La bellezza del mondo che lasceremo ai nostri figli e ai nostri nipoti dipende da quello che noi insegniamo loro a costruire.
E allora, mentre osserviamo questa bella spiaggia davanti a noi, mentre ci perdiamo nel luccichio del mare toccato dal sole, mentre riposiamo le membra su questa sdraio, col nostro smartphone in mano, sbirciando i social alla ricerca di qualcosa che allontani la noia, dedichiamo un pensiero a quelli meno fortunati, chiediamoci realmente: “Quale ruolo ho io nella società? Quali sono gli strumenti che ho a disposizione per migliorarla? Quali tentativi posso fare per rendere questo pianeta un luogo migliore?”
Ognuno ha qualche possibilità, per quanto piccola.
E se non ci interessa farlo per loro, per quelli sfortunati; se non ci interessa farlo per l’ideale; se non ci interessa farlo per noi, perché non sentiamo la necessità di essere persone migliori; allora facciamolo per questi bimbi che abbiamo di fronte, che giocano con la sabbia. Facciamolo per i nostri figli.
Se il Mare è Nostrum per godere delle vacanze, deve essere Nostrum pure per gli affari scomodi.
Che poi, a pensarci bene, quest’affare è proprio nostrum.
8 respuestas a «Mi Blog»
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Efectivamente hemos tenido la fortuna de nacer y crecer a este lado del Mare Nostrum, en un entorno que nos ofrece paz, oportunidades y libertad. Esa suerte trae consigo también una responsabilidad: la de transmitir y vivir valores que sostienen la convivencia.
El respeto, la responsabilidad y la empatía no son solo palabras, sino pilares que nos recuerdan que lo que hoy disfrutamos debe cuidarse y compartirse. Porque nuestra verdadera riqueza no está solo en lo que recibimos, sino en lo que somos capaces de dar a los demás.
Gracias Laura y felicidades por esta primera newsletter para reflexionar.
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Gracias a tí, Mari Carmen, ¡no se ni por donde comenzar a darte las gracias! Por todo.
Tus palabras son tan ciertas… «Lo que disfrutamos debe cuidarse y compartirse»: tal cual. Si uno no se anima por amor hacia el proximo, tendria que motivarse como mínimo con otras argumentaciones: con un poco de reflexión crítica, llegaria a comprender que el hecho de no compartir lo que la buena suerte ha regalado, a la larga tendrà como consecuencia el materializarse del riesgo de perderlo todo.
Porque del odio nace odio, de la intolerancia nace el resentimiento, de la violencia nace la venganza, de la destrucción nace la furia, del dolor nace la deseperación.
Y cuando un ser humano desesperado odia con resentimiento y furia, su deseo de venganza se vuelve ciego.
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Temas incómodos por el alcance de su crudeza y por ser suertudos al nacer en el lado fácil … realmente no nos consideramos responsables, pero reflexionar en lo que nos has explicado Laura … es poner el primer granito de arena para un futuro mejor.
Gracias por darnos una visión tan empática de esta triste situación .
Ganas de seguir abriendo la mente y el corazón con tus relatos 💖-
Querida Lidia, y yo tengo ganas de entrar en tu mente y en tu corazón con las palabras, este medio mágico e inmenso.
Tu metes cada día muchos granitos de arena en este mundo para que sea un poco mejor, con tu buen corazón, tu amabilidad, tu cuidado, tu generosidad, tu buen humor y tu amor incondicional hacia el proximo. Gracias por empatizar con mi relato, en la comunicación siempre tiene que haber dos polos: el que comunica y el que recibe. Un abrazo.-
🫶♥️
Seguimos ….aunque ahora mismo tras leer y reflexionar con tu relato de octubre….la desesperanza y tristeza me inunda.
Cuánta inhumanidad mundial !! O a la vuelta de nuestra esquina…
Y lo que es peor … no veo solución, los que realmente pueden cambiar el rumbo de la historia no quieren anclados a sus ansias de poder… de verdad que no veo salida … ni implicación por parte de los gobernantes.
Pero admiro quienes cómo tú , no os resignáis . ..-
Lidia querida, cadauno de nosotros tiene influencia sobre una parte de mundo, por muy pequeña que sea. Y tu, precisamente, eres de las que suman.
También hay gente que resta, es cierto, unos más que otros. Pero la esperanza es lo ultimo que se muere.
Sigamos construyendo un mundo mejor, en harmonía con el planeta y paz entre las personas. Cada uno su granito de arena. No dejes de llevar tu sonrisa bonita y tu humor allà adonde vayas.
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Vivimos tiempos difíciles. Cada vez hay más personas que quieren venir al primer mundo en busca de un futuro digno. Huir de la violencia y la pobreza. Eso es humano. No vienen a invadir sino a trabajar y, de algún modo aquí los necesitamos ante una población europea envejecida y natalidad muy baja. Ante el rechazo al extranjero, la creatividad y el arte tienen un valor añadido para difundir valores humanos. Como este texto reflexivo y sencillo. Enhorabuena.
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Muchas gracias, Jorge, por tus cumplidos y por tus palabras llenas de tolerancia e inclusión. És realmente muy importante mantener nuestra humanidad frente a los acontecimientos actuales.
Tienes toda la razón: la sociedad «occidental» necesita a estas personas, así como ellas necesitan un mundo donde poder vivir en paz.
Pero es que hay más: todos los seres humanos – sea cual sean su porcedencia, el color de la piel, el idioma, la cultura, su historia, las creencias o la orientación sexual – necesitamos a los demás para sobrevivir. Y todos somos partes de un Universo cuya magnitud no està al alcance de nuestra comprensión y que se componé también de otros y muchisimos seres vivos y de materia inanimada: parte esencial de nuestra existencia. Desde esta perspectiva universal es más facil sentir la necesidad de respetar a todo lo que pertenezca a este Universo.
Nos olvidamos de esto cuando dejamos de ser seres humanos: si perdemos nuestra esencia, si perdemos la humanidad, ¿para que existir como seres humanos? Ya dejamos de ser humanos, perdemos nuestra esencia humana, y nos convertimos en algo que describimos como diabólico. Pero es que «el diablo» – tal y como nos vienen contando – no existe fuera de nosotros, està dentro. Y sale cuando a esa persona se le muere la humanidad.
Paz y bien.
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